Adapto un artículo publicado recientemente en la revista Asiadémica llamado La misión jesuita en Japón y China durante los siglos XVI y XVII, un planificado proceso de adaptación, hablando aquí únicamente de la parte referida a Japón e incluyendo el texto que aparecía en una entrada anterior acerca de la figura de Francisco Javier. Este es uno de los temas y momentos de la Historia Japonesa que más he trabajado, por lo que no puedo evitar hacer referencia al mismo con más frecuencia que a otros.
Introducción
La llegada de los europeos a Asia a mediados del s.XVI nos ofrece sin duda un interesantísimo objeto de estudio desde numerosas disciplinas y un sinfín de puntos de vista. Un momento en el que podríamos aplicar ya un término que nos parece muy contemporáneo, el de la “globalización”, puesto que tanto mercancías como ideas empezaron a moverse a un nivel prácticamente mundial. Se trata del encuentro entre dos civilizaciones que, aunque nunca habían permanecido mutuamente estancas a lo largo de la historia, sí podríamos decir que se habían ignorado considerablemente. Y no hablamos de un encuentro entre “descubridores y descubiertos”, como se da en muchos otros lugares, hablamos de un descubrimiento mutuo en el que, como suele ocurrir, las diferencias respecto al Otro son lo más llamativo, aunque sean las similitudes las que permiten un acercamiento y, hasta cierto punto, un entendimiento.
En este artículo me propongo analizar brevemente un aspecto específico de este encuentro histórico, el de la estrategia llevada a cabo por la Compañía de Jesús en su misión de evangelizar parte de Asia Oriental, concretamente Japón. Es éste un tema que da sin duda para miles de páginas, pero aquí se trata únicamente de hacer una pequeña introducción, un acercamiento a la cuestión, que nos permita conocer el mecanismo utilizado por la Iglesia Católica en su misión por tierras japonesas.
El largo camino hasta Asia
Tras la caída de Constantinopla en manos del imperio turco en 1453, la Ruta de la Seda quedó interrumpida y los países europeos en general se vieron obligados a buscar una nueva manera de llegar a Asia, donde podían proveerse, entre otros bienes, de especias, algo que desde nuestra situación actual puede parecernos una trivialidad pero que en la época podía ser completamente necesario de cara a mantener la comida durante el invierno, “it was this domestic but universal problem which instigated the trade in spices” (Cary-Elwes, 1957). Además, en el plano religioso, Europa se encontraba inmersa en una verdadera revolución a causa del cisma dentro del seno de la Iglesia Católica, tras las varias escisiones protestantes, la Reforma, la Contrarreforma y la Inquisición. Por todo ello, el número de católicos, aquellos que aún seguían al Papa y a Roma, se vio tremendamente mermado y los países católicos vieron un motivo más para lanzarse a descubrir nuevas tierras en las que poder conseguir fieles a su doctrina, “in the enthusiasm generated by the Counter-Reformation and to compensate for losses to Protestantism in Europe, dedicated Catholic missionaries were sent (…) throughout the world” (Mungello, 1999). Pero no son motivos lo único que se necesita para que un proceso como este se ponga en marcha, es de la misma manera necesario contar con los medios que lo posibiliten; y la Europa del s.XV contaba ya con una tecnología y una ciencia suficientes para lanzarse a mares desconocidos con unas mínimas garantías. Curiosamente, estos adelantos provenían del conocimiento del mismo enemigo al que se estaba expulsando de Europa.
Fueron Portugal y España (Castilla, más concretamente) las dos potencias que se embarcaron en busca de las Indias, repartiéndose el mundo con el beneplácito del Papa mediante el Tratado de Tordesillas en 1494 y siguiendo cada una de ellas una ruta diferente. Para el tema que nos ocupa aquí, nos interesa especialmente la misión de Portugal, cuyos comerciantes, bordeando toda África e India pusieron un pie en China ya en 1514, aunque tardarían todavía cuatro décadas en poder establecer un asentamiento comercial en Macao en 1557, y llegaron a costas japonesas en 1543. La misión comercial fue de la mano de la religiosa, jugando la Iglesia un papel fundamental y convirtiéndose en intermediarios entre la civilización occidental y las de Asia Oriental. Para ello, Portugal y el Papa contaban con la recientemente fundada, en 1540, orden de la Compañía de Jesús, formada por los hombres más y mejor preparados de la Iglesia, una especie de cuerpo de élite intelectual, altamente disciplinados y versados en todo tipo de conocimientos. Durante los años en los que únicamente Portugal tuvo tratos con Japón y China, serían los jesuitas los únicos religiosos occidentales en la zona.
El pionero, Francisco Javier
Francisco Javier, uno de los fundadores de la Compañía de Jesús junto con Ignacio de Loyola, es el verdadero pionero en la misión de llevar la religión católica a Japón, lugar donde desembarca en 1549 después de ocho años encargándose de la misma tarea en otras zonas de Asia. Pero, a diferencia de todos esos lugares, en Japón tiene que ser él quien empiece a construir su empresa desde cero, pues aunque hacía seis años que los primeros portugueses habían llegado al país, eran éstos comerciantes que habían limitado a eso su actividad y además de forma muy esporádica. Así, Javier y su pequeño grupo tienen que empezar la labor evangelizadora sin nadie que haya allanado el camino y sin tener apenas información, pese a llevar más de un año intentando recabar noticias sobre el país, el idioma y las costumbres.
Antes de proseguir, hay que recordar que, aunque actualmente podemos ver el concepto de razón, al que solemos llamar ciencia, como opuesto al de religión, en la época de Javier la religión se asienta sobre la razón, una razón que nos debe llevar a descubrir los principios morales universales, aquello que está bien y aquello que está mal, unos valores únicos, iguales y necesarios a toda la humanidad. Y Javier, además, es un ferviente defensor de esta forma de pensar tomista, cree que el uso de la razón ha de llevar, necesariamente, a la aceptación de la fe católica como única y verdadera.
Por eso, cuando llega a Japón y descubre que sus habitantes son “gentes que se rigen sino por razón”, es muy optimista y piensa que necesariamente se harán cristianos una vez se les convenza utilizando argumentos racionales. Además, el hecho de que en todo el territorio se utilice una misma lengua y que ya existan diferentes doctrinas religiosas, añade más motivos para ser optimista y decir que “esta isla de Japón está muy despuesta para en ella se acrecentar mucho nuestra santa fe”. Desde un primer momento, queda fascinado por el país y sus habitantes, como se demuestra cuando dice “entre gente infiel non se hallará otra que gane a los japanes”. Por ello se muestra completamente contrario a ningún tipo de invasión ni imposición por la fuerza, por innecesario, pues cree que se atendrán al poder de la razón.
Justamente por la fascinación que le provocan los japoneses, se horroriza con algunas prácticas que desde su posición le resultan incomprensibles y contrarias a todo razonamiento, como la sodomía practicada por los bonzos que, lo que es peor, no niegan y ven como algo normal, sin entender éstos el motivo de tanto escándalo por parte del jesuita. Pero Javier nos sorprende al aducir estas prácticas a motivos culturales, de tradición y estructura social, lejos de la censura e inquisición practicadas en su época.
Estatua de Francisco Javier con dos discípulos japoneses, en Kagoshima
Como primera estrategia a la hora de abordar su misión, Javier adopta una forma de actuar cercana al método antropológico: antes de actuar pasa por una fase de observación y atención a cuanto le rodea, además de dedicarse al aprendizaje de la lengua. Esto último lo ve como algo prioritario y hace que se empiecen a traducir textos religiosos al japonés, con la dificultad que conlleva la traducción de términos de un universo mental a otro completamente distinto. Estas dificultades, cree Javier, se podrán salvar gracias a la fuerza de la razón y los conceptos que son comunes en todos los hombres y sociedades. Además, en Japón aprendió rápidamente que una cultura diferente requería unos métodos diferentes, “la Compañía de Jesús debía adaptarse a la cultura local si deseaba lograr éxito en la evangelización de las tierras asiáticas” (Zhang, 1997).
Pese a ver a los bonzos como rivales, empieza a visitarles asiduamente en sus monasterios para dialogar con ellos, preguntando y haciéndose escuchar, con la creencia de que habrá un entendimiento, ya que éstos son estudiosos y hombres de razón, y llega incluso a hacerse amigo de alguno de ellos. El diálogo entre culturas con bases de pensamiento tan distintas lleva a cuestionarse los dogmas monolíticos, tanto los de una como de la otra, haciendo surgir dudas sobre temas que, de no darse el encuentro, nunca se verían cuestionados y, justamente, el compartir estas diferencias es una forma de aproximarnos e igualarnos al Otro. En este encuentro de posturas antagónicas, la razón deberá actuar como árbitro imparcial y no cabe otro resultado, cree Javier, que la victoria de la verdad, esto es, la doctrina católica.
Y, aunque con el fin de combatirlos, y hacerles ver a ellos y a su sociedad que están equivocados, Javier se lanza al conocimiento del Otro desde dentro, lo que es toda una novedad, y nos da una nueva muestra de su capacidad de adaptación. Al observar la sociedad japonesa, se da cuenta de que debe modificar las formas si quiere llegar a la gente, por lo que empieza a vestir sus actos y ceremonias de gran pompa y etiqueta, al darse cuenta de lo dado a este tipo de costumbres que es el pueblo japonés. Vemos así que no quiere imponer su forma de vida a la fuerza y en todas sus facetas, como sí se ha hecho en la práctica totalidad de lugares recién descubiertos donde se ha introducido la fe católica. Pese a venir de un mundo de ideas universales y verdades absolutas, Javier ve rápidamente la peculiaridad y singularidad de Japón. Por ello recomienda que de entonces en adelante, sólo los mejores misioneros y “pesoas de muita esperentia” sean enviados a estas tierras.
Vuelve a mostrarse muy abierto a modificar normas llegado el caso específico cuando recomienda a su sucesor, Cosme de Torres, como norma para Japón que “nao sendo cousa que fose ofensa do Señor, parese que seria de muito proveito nao mudar nada”. Aunque el mismo Javier, a veces, parece olvidarse de esa capacidad de adaptación con que nos sorprende a menudo y, no en pocas ocasiones, pierde los estribos y las formas, cayendo en descortesías y ofensas que, dado el alto valor que los japoneses dan al protocolo, manchan el mensaje que quiere transmitir haciendo que éste sea rechazado directamente por llegar en la forma en que llega. Esto nos enseña que bajo la razón, el orden y la organización, se esconde una persona con emociones y pasiones, creencias y miedos, dándose así una mezcla de ambas facetas: no existe una racionalidad pura.
Y es esta vertiente humana la que lleva a Javier a una actividad casi frenética y le hace, después de sólo dos años y medio, dejar Japón en 1551 rumbo primero a India y después a China, al aprender que los japoneses atribuían a China el papel de cuna de la cultura y la sabiduría de Asia, lo que le llevó a pensar que se hacía necesario convertir a China primero para después fácilmente convertir a los países bajo su influencia cultural. El navarro murió en 1552, sin haber conseguido llegar más que a las puertas del Imperio Chino, pero sin duda las estrategias que él empezó a desarrollar y planificar durante su estancia en Japón marcaron el carácter de la misión jesuita en Asia. A Francisco Javier se le ha llamado “el Apóstol de las Indias” y la Iglesia Católica lo ha tenido como ejemplo de misionero en tierra infiel, llegando a canonizarlo como San Francisco Javier en 1622 y nombrarlo patrono de distintos lugares y obras.
Las dos figuras clave que retomarían la estrategia adaptativa de Francisco Javier fueron las de los jesuitas italianos Alessandro Valignano y Matteo Ricci, el primero de forma especial en Japón y el segundo en China.
Contexto histórico
Quiso la casualidad que los portugueses y españoles llegasen a Japón cuando el país se encontraba aún inmerso en el llamado periodo Sengoku, que duraba ya más de un siglo y estaba cerca de acabar. Como su nombre indica (“periodo del país en guerra”), el país se encontraba en una guerra constante entre distintos daimyō, sin que ninguno acabase de imponerse sobre el resto para unificar y controlar todo Japón. Por eso, muchos de ellos se mostraron encantados con la llegada de los occidentales, que, además de su nueva religión, una religión más al fin y al cabo, podían ser unos magníficos aliados de cara a alcanzar el puesto de shōgun gracias a sus armas de fuego y un posible comercio que aportase grandes beneficios. Es así como muchos daimyō autorizaron a los misioneros a pregonar su fe entre sus súbditos e incluso algunos se convirtieron al Cristianismo ellos mismos, sobre todo en la parte sur-oeste del país. Fue muy importante también el apoyo de Oda Nobunaga, primero de los tres líderes militares que conseguirían poner fin a la etapa de guerras civiles y unificarían el país, quien respaldó a los misioneros para acabar con algunas sectas budistas que se le oponían; hemos de recordar también que una de las causas del inesperado éxito de Oda sobre sus adversarios fue la utilización de armas de fuego occidentales. Gracias a esta situación favorable para los intereses jesuitas, ya en 1582 se cree que en Japón había en torno a ciento cincuenta mil cristianos y unas doscientas capillas.
En el corto periodo de tiempo que duró este encuentro, apenas un siglo, Japón pasaría por distintas fases (guerra civil entre numerosos daimyō, gobierno de Oda Nobunaga, gobierno de Toyotomi Hideyoshi, gobierno de Tokugawa Ieyasu) que afectarían de distinta forma al destino de las relaciones entre el país y las misiones occidentales.
Alessandro Valignano, la adaptación total al Otro
Si Francisco Javier vio rápidamente que para llevar a cabo su empresa en un lugar como Japón era necesario emprender un proceso de adaptación, japonizarse, Alessandro Valignano lo tuvo más claro aún y lo llevó a término de una forma completa, organizada y reglamentada.
El jesuita napolitano tiene un perfil distinto, pertenece a otra generación y se ha educado en otro ambiente, imbuido de ideas renacentistas que se aproximan a la teología desde un punto de vista más racionalista, no tan cargado de dogmas monológicos, casi relativista. Desde que es nombrado visitador, tiene muy claro que quiere hacer las cosas a su manera, por lo que desde un principio reclama mayor autoridad y competencias para aplicarla, quiere poder hacer y deshacer, sin tener que consultar a Roma cada paso que da. Y esto es debido a otro de sus principios: el de la experiencia como fuente de razón. Si él va a ser quien esté en Japón, o cualquiera de las otras plazas jesuitas en Asia, él será quien conozca las características y costumbres del lugar, por lo que debería ser él quien tomase las decisiones y no aquellos que están a miles de kilómetros de distancia, en su opinión, ciegos e ignorantes. Darle tanta importancia a la experiencia como base del conocimiento lleva a un conocimiento cambiante, no estático, pues depende de la experiencia, y ésta es distinta en cada contexto. Vemos aquí pues, cierto relativismo, siempre sin salirnos del marco general de pensamiento de la época, orientado a verdades esenciales de tipo universal y, más aún, de una Iglesia en la que aún retumba el Concilio de Trento y su actitud unificadora.
Esta postura de exigencia de más autonomía a causa de la exclusiva de la experiencia y el conocimiento se ve potenciada cuando, al llegar a Japón en el año 1579, descubre sorprendido lo distinto que es a Europa o cualquier otro lugar. Escribe múltiples cartas a sus superiores en Roma, donde intenta hacerles entender lo completamente diferente que es Japón y cómo, por tanto, requiere de decisiones diferentes y basadas en el conocimiento empírico del lugar, aunque desde el principio admite que es un mundo tan peculiar que no puede explicarse, pues aún estando allí y viéndolo uno con sus propios ojos, es difícil de creer. Sobre todo recién llegado, cuando pese a todo lo que había leído y se había informado sobre el país, queda completamente paralizado porque no es capaz de comprender nada acerca de las costumbres de los japoneses, pasando por una corta primera etapa de pesimismo durante la que teme incluso por la desaparición del cristianismo en Japón.
Pero pronto decide ponerse manos a la obra y para ello, y según su creencia de que sólo la experiencia lleva al conocimiento, pasa su primer año sencillamente recolectando información, convirtiéndose en una esponja que absorbe todo lo que pasa a su alrededor, una estatua muda que observa y escucha, pero no hace nada. Un método parecido había usado su predecesor Francisco Javier, pero Valignano lo lleva más al extremo, dedicándole mucho más tiempo, “quedé en aquel primer año confundido y a el segundo ya hombre comença a tener mejores ojos y a poder por la experiencia juzgar las cosas mejor y este que es agora el tercero començava a saber como se debe governar Japón, despues de haverlo visto y corrido todo, y oydo de todos los pareçeres”. Para poder transmitir parte de su experiencia a aquellos de los que depende, se lanza a plasmarla por escrito concienzudamente, de forma casi etnográfica. Incluso decide enviar pruebas vivientes a Roma, una expedición de cuatro jóvenes cristianos pertenecientes a las élites japonesas, en su empeño por hacer entender a sus superiores, partidarios de formas de actuación universales, la peculiaridad de Japón y la necesidad de actuar también de forma peculiar.
El siguiente paso a acumular experiencia es reflexionar largamente sobre ella, para llegar a conclusiones basadas únicamente en la razón, conclusiones que habrá que poner en práctica aunque haya que saltarse algunas de las normas que le marca Roma. Y lo que le dice la razón es que a los japoneses “es necesario llevarlos a su modo”, rápidamente se da cuenta de que, dada la imposibilidad de llegar a conocer las costumbres japonesas por completo, el futuro del Cristianismo en Japón pasa necesariamente por la creación de una Iglesia japonesa, con hermanos, padres e incluso cargos superiores japoneses. Dicho ahora, en nuestra época, esto, como gran parte de las decisiones de Valignano, puede parecer lógico, pero hay que recordar que su visión es completamente innovadora y polémica en su momento. Esa Iglesia, además, “no se puede en ninguna manera lleuar por las leyes de Europa”, porque cree que esas leyes introducirían o tratarían de introducir, además de la fe cristiana, las costumbres y maneras occidentales, que serían rechazadas en Japón, haciendo el rechazo extensivo al Cristianismo en sí. Vemos así que Valignano no olvida que su objetivo final es el de convertir infieles, pero lo quiere hacer por el método que considera más efectivo, en este caso, la adaptación y particularización. Llega al punto de pretender aplicar un filtro al mismo Evangelio, manteniendo la esencia, la columna vertebral, pero adaptando el resto de forma que las partes menos importantes no entren en conflicto con la forma de pensar propia de los japoneses y acaben haciendo fracasar toda la misión.
Y hasta que llegue el momento en que esa Iglesia japonesa pueda funcionar por sí sola, los jesuitas occidentales deben japonizarse como único método para lograr sus objetivos exitosamente. De nuevo, Francisco Javier y su sucesor Cosme de Torres habían dado pasos en esta misma dirección pero, también esta vez, Valignano lleva todo mucho más allá. Planea y organiza una estrategia completa y englobante, específica hasta el detalle y, aunque la comunica a Roma para su aprobación, decide ponerla en marcha inmediatamente ya que no puede esperar los cuatro años que puede tardar un mensaje en ir y venir del Vaticano. El motivo de esta japonización es tan sencillo y, a nuestros ojos, lógico como él mismo expone: “porque vivimos entre ellos es necesario que nos acomodemos (a sus maneras)”. Entiende que un pueblo tan civilizado y apegado a sus costumbres no va a cambiarlas “aunque se hunda el mundo”. Así, elabora un conjunto de normas de comportamiento que lo abarca todo: no sólo deben hablar japonés o vestir, comer y vivir con ellos, deben casi pensar como un japonés, copiarles las maneras, los gestos, no dejar que las emociones lleguen a reflejarse en el semblante, una réplica casi perfecta. En concreto, deben ser como sus homólogos japoneses, esto es, los bonzos, llegando incluso a decir “somos los bonzos de la religión cristiana”. Así, establece un esquema comparativo de la jerarquía dentro de una y otra institución, para que cada jesuita sepa a quién ha de parecerse. Puede parecer que de esta forma, en lugar de ir a convertir al Otro, el Otro nos ha convertido a nosotros, pero Valignano cree que esta adaptación está justificada y es necesaria para conseguir el perseguido fin de hacerles abrazar la fe cristiana, eso es la esencia, el resto sólo la envuelve y por lo tanto es prescindible. No sólo eso, cree que abrazar una nueva forma de actuar, casi una nueva identidad, les da una oportunidad única que deben aprovechar, y el que no la quiera aprovechar, establece tajante, debe volverse a Europa inmediatamente. Se trata de intentar formar parte de un uchi al que hasta ahora no se ha podido acceder por venir el mensaje vestido de diferencia y alteridad.
Cambiar las propias costumbres para amoldarse e incluso llegar a adoptar las del Otro requiere un ejercicio previo de dar un valor propio a la alteridad, y ponerla a la misma altura que lo propio, sacando a éste del lugar central y único verdadero en el que hasta ese momento se había colocado. Requiere pues librarse de todo prejuicio y adoptar un pensamiento relativista, entendiendo que cada sociedad tiene unas formas de funcionar, y éstas son, incluso las que puedan parecer más aborrecibles a nuestra mirada, las más justas para esa sociedad y no deben ser satanizadas aún y cuando no se comprendan. Por eso intenta encontrar razones culturales, como ya haría en parte Francisco Javier, para aquellas contradicciones que encuentra en un pueblo tan civilizado, como la presunta tendencia al suicidio, a la muerte de otros, al aborto e infanticidio o incluso a la sodomía. No sólo busca razones de forma empática para estas prácticas, las compara con otras similares llevadas a cabo en la Roma clásica para llevar al que le escucha o le lee a tener esa misma visión abierta, flexible, tan poco usual en su tiempo. Como adelantado a su tiempo es el uso que hace, si no de la palabra por no contar en ese momento con ese significado, del concepto de cultura, que es de lo que al fin y al cabo está hablando cuando relativiza las costumbres de cada sociedad.
Como podemos suponer, esa innovadora y revolucionaria forma de pensar y actuar de Valignano se encontró no en pocas ocasiones con el rechazo de Roma, lo que le irrita profundamente y lo achaca, de nuevo, a la visión plana y sesgada que desde allí se tiene de Japón por no tener experiencia directa de él. Acquaviva, su superior, no ha podido separar la forma del contenido, el significado del significante, como ha hecho Valignano al vivir la realidad japonesa, por lo que sigue viendo al infiel de una forma superficial y sataniza sus costumbres incomprensibles, rechazando que los propios jesuitas tengan que adaptarse a ellas en ningún momento. Pero, si Valignano ha entendido que la sociedad japonesa se mueve en su propio contexto, también su superior se mueve en el suyo propio y merece ser visto con la misma mirada relativista y abierta.
Además de basarse en el principio de la adaptación, la estrategia jesuita funcionaba orientada de arriba a abajo, su objetivo principal eran las élites políticas e intelectuales, con las que además los propios jesuitas se identificaban, y cuya conversión necesariamente conllevaría la del pueblo llano. Una aproximación completamente opuesta a la de otras órdenes, como franciscanos, dominicos o agustinos, todos ellos, además, más partidarios de la evangelización por imposición, como demuestran las acciones llevadas a cabo en el continente americano.
El final de la misión japonesa
Con la llegada al poder de Toyotomi Hideyoshi en 1585, quien finalizó el proceso de unificación de Japón y puso final al periodo Sengoku pese a no poder ostentar el cargo de shōgun y tener que contentarse con el de kanpaku, empezó una mala época para los cristianos en tierras japonesas. Por un lado, Toyotomi empezó a creer que los daimyō conversos rendían pleitesía a la Iglesia Católica antes que a su gobierno, y por otro, empezó a sospechar que los sacerdotes cristianos eran sólo la avanzadilla de un futuro intento de invasión de Japón por parte de los españoles, que podrían favorecer a daimyō rebeldes para hacerle caer. Esta idea se vio reforzada por la llegada de España a Japón, país que patrocinaba a la orden de los franciscanos, llegados al país en 1587. Éstos eran muy diferentes de los jesuitas, acostumbrados a tratar con los pueblos indígenas de los territorios españoles en América, no quisieron amoldarse a las especiales características del pueblo japonés ni tuvieron una visión tan tolerante y relativista como los jesuitas. Además, su estrategia era la opuesta a la de la Compañía de Jesús, los franciscanos preferían actuar de abajo a arriba, convenciendo primero a las clases más bajas y desamparadas de la sociedad japonesa. Empezaron entonces unos años de represión del Cristianismo, situación que terminaría con la muerte de Toyotomi en 1598 y la posterior ascensión al poder de Tokugawa Ieyasu, quien sí recibiría el deseado cargo de shōgun.
Tokugawa estaba muy interesado en establecer vínculos comerciales con Occidente, por lo que volvió a otorgar ciertos beneficios a los sacerdotes españoles y portugueses. Aunque fue desencantándose progresivamente al comprobar una y otra vez cómo España parecía únicamente interesada en la campaña evangelizadora, a la que daba total prioridad sobre cualquier otro tipo de relación, por lo que empezó a decantarse por Holanda e Inglaterra, enemigos de la Corona Española, quienes también querían establecer relaciones comerciales con Japón y a los que no parecía interesar la expansión de su Protestantismo. Además, desde 1605, Tokugawa contó con la interesantísima figura de William Adams, piloto inglés que trabajaba para Holanda, como consejero personal en temas relacionados con España, Portugal y la Iglesia Católica. En 1606 el shōgunato declaró ilegal el Cristianismo y en 1614 se promulgó oficialmente la expulsión de todos los cristianos y la prohibición completa de esta religión a todos los japoneses, lo que provocó algunas revueltas y la muerte de miles de creyentes. Además, esta orden de 1614 condenó al fracaso la llamada Embajada Keichō, una expedición a Europa en la que más de cien japoneses acompañados de un padre franciscano visitaron al rey Felipe III y al papa Pablo V.
Barcos portugueses llegando a costas japonesas
Se cree que en el momento de la prohibición existían en Japón unos quinientos mil conversos, lo que es una cifra nada despreciable al estar hablando de una población total en aquel entonces de veinte millones de habitantes. Las prohibiciones fueron ampliándose, en 1623 los ingleses se marcharon del país voluntariamente, un año después se expulsó a los españoles y en torno a 1638, después de una rebelión cristiana en Shimabara, a los portugueses. Se acabó prohibiendo la entrada de extranjeros en Japón, así como la salida de japoneses al exterior, situación que se mantendría durante todo el tiempo duró el shōgunato Tokugawa, el llamado periodo Edo, nada menos que hasta 1868. Este cierre al exterior tuvo algunas excepciones, pues los holandeses siguieron comerciando aunque con muchas restricciones durante todo este tiempo, además se mantuvo cierto contacto con China, Corea y las islas Ryukyu.
Sin duda, el hecho de que la llegada de los occidentales a Japón fuese a coincidir con una etapa convulsa de transición entre dos épocas fue algo que marcó enormemente el encuentro, no dándose éste entre potencias estables y unificadas, y quizá sea éste uno de los principales motivos para que esta relación acabase de forma abrupta y, prácticamente, completa.
Conclusión
A lo largo de estas páginas he intentado explicar cómo, en uno de los momentos históricos de mayor encuentro intercultural, una de las dos partes, la que pretendía conseguir algo de la otra, optó por el pragmatismo y la adaptación como método para la obtención de unos intereses. En este caso, se ha hablado de intereses religiosos, pero no hay que olvidar que en todo este proceso se dio paralelamente una misión comercial con objetivos mucho más materiales. El Catolicismo, o por lo menos su sector más intelectual, dio muestra de ser capaz de adoptar en Asia una estrategia completamente distinta a la utilizada en Europa o en las nuevas tierras del continente americano, al encontrarse con otro tipo de cultura y contexto. Se trata de un ejercicio de adaptación que, pese a ser parte, no nos engañemos, de una estrategia global en pos de unas metas completamente interesadas, no deja de ser una muestra de cierto relativismo cultural.
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