El contacto entre Japón y Europa en los siglos XVI y XVII se articula en torno a dos ejes principales, en mi opinión, el impacto de la llegada del cristianismo y el de la llegada de las armas de fuego. Además, son dos factores estrechamente relacionados, no puede explicarse el uno sin el otro, a pesar de que hasta ahora apenas había tocado este tema en la web, por lo que he decidido dedicarle un artículo, aunque sea breve.
Cuando los primeros europeos llegaron a Japón en 1543, el país llevaba desde 1477 inmerso en una serie de guerras civiles que parecían no tener final, el conocido como periodo Sengoku. Pese a existir un gobierno central, el del shōgunato Ashikaga, éste se encontraba ya en un momento de completa decadencia y su control sólo llegaba a las áreas más cercanas a la capital, Kioto, estando el resto del país dividido en una gran cantidad de territorios controlados por diferentes daimyō –y por algunos monasterios budistas con ejércitos de monjes guerreros–, que luchaban entre sí por ganar nuevas tierras. Ninguno de ellos era lo suficientemente poderoso como para hacerse con todo Japón, a causa de una serie de alianzas que se establecían y rompían constantemente dependiendo de qué bando estuviese más cerca de hacerse con la victoria, un equilibrio de poder que mantenía la situación en un estado de tablas, siempre cambiante pero inalterable al mismo tiempo. Este largo conflicto era algo muy inusual en un país cuya anterior guerra civil se había producido casi tres siglos antes, entre dos bandos definidos, y había durado tan sólo cinco años –las Guerras Genpei. Un poema anónimo escrito en torno al año 1500 define perfectamente la situación en la que se encontraba el Japón de la época: “Un pájaro con / un cuerpo pero / dos picos / picoteándose a sí mismo / hasta la muerte”. Algunos estudiosos defienden la idea de que, para entender completamente este periodo, deberíamos pensar en Japón como un territorio dividido en distintos países en guerra y no como un único país en guerra civil.
Con esta situación sostenida de tablas, en la que ninguno de los principales clanes podía hacerse con todo el territorio, llegaron a Japón los portugueses, se trataba de comerciantes que, entre otras muchas cosas, tenían algo que podría desequilibrar la balanza del conflicto bélico generalizado: armas de fuego. La pólvora no era algo desconocido para los japoneses, se habían enfrentado a ella tres siglos antes en los dos intentos de invasión mongol en 1274 y 1281, y se sabe de un noble de Odawara que compró en 1510 una pistola a un comerciante chino –país donde se usaban algunos rudimentarios arcabuces–, aunque en Japón, hasta la llegada de los europeos, estas armas no eran en absoluto corrientes.
Precisamente el lugar donde desembarcaron estos primeros portugueses, la isla de Tanegashima, daría nombre en Japón desde ese momento a ese tipo de arcabuz. El daimyō del lugar rápidamente vio que estas nuevas armas podían marcar la diferencia respecto a las espadas, lanzas y flechas que se usaban hasta entonces, y los primeros arcabuces que se vendieron en Japón alcanzaron precios altísimos. Muchos daimyō pusieron inmediatamente a sus artesanos armeros a trabajar en la fabricación de arcabuces, copias de los portugueses, y en unos dos o tres años ya habían conseguido fabricar cientos de ellos, habiendo en el país unos 300.000 para 1556. En poco tiempo, no sólo fueron capaces de copiar los modelos portugueses sino que consiguieron fabricar arcabuces incluso de mayor calidad que los originales, sobre todo en los talleres de herrería de la zona central del país.
El samurái Inoue Nagayoshi disparando un arcabuz de gran calibre en la Guerra de Corea
Ya desde hacía décadas las tácticas militares japonesas habían sufrido algunos cambios, siendo el más significativo el crecimiento de la importancia de la infantería, en detrimento de la caballería; cada vez se utilizaban más soldados a pie, llamados ashigaru, armados principalmente con largas lanzas, y menos cantidad de samuráis a caballo, fuerza principal de los ejércitos de antaño. Con el crecimiento demográfico en todo el país, los ejércitos empleaban cada vez un número mayor de efectivos; antes del siglo XV era muy excepcional el uso de ejércitos de algunas decenas de miles de soldados, lo que requería utilizar los recursos de prácticamente todo el país, pero Hideyoshi se llevó a Corea casi 160 mil efectivos –con cien mil más preparados en Japón– y la célebre Batalla de Sekigahara, en 1600, enfrentó a dos ejércitos de casi cien mil soldados cada uno. En estos nuevos ejércitos los grandes batallones de infantería, formados por unidades que luchaban de forma compacta, constituidas por soldados que normalmente provenían de la misma provincia y ciudad, unidos así por fuertes vínculos de pertenencia a un mismo lugar de origen, demostraron ser más efectivos que las cargas individuales de guerreros a caballo en busca de gestas heroicas personales, como las que encontramos en las grandes crónicas de siglos anteriores.
Las armas de fuego encajaron perfectamente dentro de esta tendencia hacia un mayor uso de la infantería, pues sólo había que armar con arcabuces a algunas de estas unidades y aprender a manejarlos requería de menos entrenamiento y habilidad que los necesarios para los arcos o las lanzas. La cadencia de disparo era de sólo uno cada quince o veinte segundos, y el radio de acción era de unos quinientos metros, aunque un impacto desde más de doscientos metros no era demasiado letal y para nada preciso; aún así, implicaban una ventaja nada desdeñable. Pese a que el mito samurái que ha llegado hasta la actualidad nos habla de que esta casta de guerreros rechazaba el uso de las armas de fuego por considerarlas indignas, la realidad es que fueron rápidamente incorporadas al armamento habitual de las tropas samurái –sin ocasionar demasiados debates morales–, se trataba de una herramienta más que podía ayudar a hacerse con la victoria en el campo de batalla, y el pragmatismo se impuso sobre la tradición. El mismo Takeda Shingen (1521-1573), uno de los más poderosos daimyō del momento, dijo en 1569: “De ahora en adelante, las armas de fuego serán lo más importante. Por tanto, disminuid el número de lanzas y haced que vuestros hombres más capaces lleven arcabuces con ellos”.
Uno de los primeros daimyō en darse cuenta de la gran ventaja que podían aportar estas nuevas armas fue alguien conocido precisamente por su pragmatismo, Oda Nobunaga (1534-1582), quien ya en 1549, con apenas quince años, compró quinientos arcabuces para sus tropas, cuyo uso fue decisivo en algunas batallas decisivas que le llevarían –además de muchos otros factores– a ser el primer gran unificador de Japón, pese a ser inicialmente un pequeño daimyō que no estaba entre la lista de potenciales candidatos a la victoria. Nobunaga protagonizaría el que se considera el momento clave en el que las armas de fuego demostraron su importancia, la Batalla de Nagashino, en 1575, donde utilizó, dentro un ejército de setenta mil hombres, tres mil arcabuceros para vencer a las tropas –precisamente– del clan Takeda. Además, en esta batalla Nobunaga puso en práctica una ingeniosa técnica para suplir una de las desventajas de los arcabuces, la baja cadencia de fuego que hemos comentado anteriormente, para ello, cada unidad de arcabuceros se dividía en tres grupos que disparaban por turnos, reduciendo así a un tercio el tiempo entre cada tanda de disparos; fue la primera vez que algún general utilizó esta táctica, adelantándose así en dos décadas a su primer uso en Europa. No podemos saber qué habría sucedido con la división de Japón si no hubiesen llegado los europeos y sus armas, pero la mayoría de historiadores están de acuerdo en que éstas aceleraron el proceso de unificación del país.
Me tomo la licencia de hacer esta alegoría, con un arcabuz en el retrato de Francisco Javier –aunque con ello me gane una temporada en el infierno– para destacar la relación entre la misión católica en Japón y las armas de fuego
Cuando los barcos de los comerciantes portugueses llegaban a Japón con sus armas de fuego y su comercio desde su base en Macao –en gran parte, mercaderías chinas que ya no podían llegar directamente tras el veto de los Ming– el territorio al que pertenecía el puerto en el que atracaban era, obviamente, partícipe de interesantes beneficios económicos y primer candidato a hacerse con las armas importadas. Y, como los encargados de decidir a qué puerto llegaban estas naves eran los sacerdotes católicos –jesuitas, concretamente–, los distintos daimyō se dieron cuenta rápidamente de que podía resultar muy útil llevarse bien con los religiosos, siendo éste el motivo principal del éxito –por lo menos en un principio– de la misión cristiana en Japón.
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