Durante los siglos XV y XVI, las relaciones entre Japón y sus países vecinos –China, Corea y el Reino de Ryūkyū, básicamente– estuvieron condicionadas por dos ejes principales: por un lado, el sistema tributario sinocéntrico y el comercio que éste amparaba, y, por otro, la actividad de los conocidos como wakō o “piratas japoneses”. Este escenario de relaciones regionales, relativamente estable y muy pacífico si lo comparamos con el caso europeo, se vería alterado a mediados del siglo XVI por la llegada de los portugueses, añadiéndose éstos como un actor regional más y, en el caso japonés, beneficiándose del momento de bloqueo comercial de este país respecto a China. Así, la situación de Japón dentro de Asia Oriental tendría una influencia decisiva tanto en la política exterior japonesa una vez se unificó el país –muy distinta a las que hasta entonces había practicado– como en el papel que los europeos podrían jugar respecto a Japón dentro de su marco regional.

Las relaciones diplomáticas y comerciales en Asia Oriental

A lo largo de su historia, Japón ha vivido tanto etapas de contacto con el resto de su región como de aislamiento respecto a la misma –algo facilitado, quizá, por su condición insular. La alternancia de estas distintas etapas venía dada, principalmente, por los intereses de los distintos gobiernos tanto de Japón como de China, puesto que las políticas adoptadas por cada sucesiva dinastía imperial china –e incluso por emperadores concretos– condicionaban en gran manera las relaciones internacionales de toda la región, una región que históricamente ha tenido un carácter marcadamente sinocéntrico. China ha sido desde la antigüedad reconocido por sus vecinos como el gran hegemón cultural de Asia Oriental, dándole incluso más importancia a este factor que a su poder económico o militar, y estableciéndose una jerarquía regional que venía dada por el grado de “sinización” o asimilación de la cultura china de cada país, un factor usado por los partícipes de este sistema como equivalente al de “civilización”. Así, por ejemplo, para China Japón era un país más civilizado que otros como Siam o, sobre todo, que los pueblos nómadas del norte de la región, pero no tanto como Corea o Vietnam, pese a ser a lo largo de la historia más poderoso en términos económicos y militares que ellos. Uno de los rasgos más característicos de esta sinización era la adopción del sistema de valores confuciano, que otorgaba al emperador chino –t’ien tzu, “el hijo del cielo”– el papel de gobernante virtuoso de todo el mundo –t’ien hsia, “todo lo que hay bajo el cielo”–; por lo tanto, lo que se esperaba de los países que adoptaban este mismo sistema de valores era que considerasen al emperador chino como gobernante supremo y, como tal, le rindiesen tributo.

John K. Fairbank

Este sistema tributario chino fue definido principalmente por el historiador estadounidense John K. Fairbank y, aunque en las últimas décadas ha sido objeto de gran controversia y debate académico, sigue siendo el marco dentro del que se suelen explicar tanto las relaciones diplomáticas y comerciales de China respecto a los distintos países de Asia Oriental como las de los países tributarios entre sí. La mayoría de autores coinciden en situarlo geográficamente en el territorio comprendido aproximadamente entre Manchuria al norte, Japón al este, el Tibet al oeste, y Tailandia, Malasia e Indonesia al sur, aunque estos límites variarían a lo largo del tiempo, puesto que hablamos de un alcance temporal muy amplio, situado normalmente desde la dinastía Han (206a.C.-200d.C.) hasta mediados de la Qing (1644-1912), por lo que hablamos de la mayor parte de la historia de la región, llegándose a la cumbre de la sofisticación del sistema durante la dinastía Ming (1368-1644), momento que nos ocupa aquí especialmente.

Para poder participar de este sistema, el gobernante del país interesado debía acudir él mismo o –como sucedía mucho más habitualmente– enviar emisarios a la capital china, y formalizar una serie de rituales en los que quedaba muy claro, mediante una serie de postraciones hasta el suelo, cuál de los dos países reconocía la superioridad del otro. Porque este reconocimiento de su estatus hegemónico era precisamente el principal beneficio que obtenía China de este sistema tributario, el prestigio que le otorgaba esta sumisión del resto de países de la región, que legitimaba a su gobierno también ante sus propios ciudadanos. A su vez, cuando estos países vecinos eran aceptados como tributarios, sus gobernantes obtenían la legitimidad de ser reconocidos por China como reyes de sus respectivos reinos, con lo que vemos un intercambio en el que ambas partes obtenían beneficios simbólicos, en forma de reconocimiento por un lado y legitimidad por otro. Es importante aclarar aquí que esta relación de vasallaje o tributo no otorgaba a China ningún tipo de autoridad sobre el país tributario o le permitía ningún tipo de injerencia en su política, pese a que, como decíamos antes, debían considerar al emperador chino como gobernante supremo del mundo; de la misma forma, ningún país de la región era obligado a participar de este sistema.

Se producía también un intercambio material –igualmente ritualizado–, donde el país tributario hacía entrega del tributo propiamente dicho, normalmente productos naturales o manufacturados característicos de su país y que, a ser posible, no existiesen en China; y a cambio recibía una serie de regalos por parte del emperador chino, cuyo valor normalmente excedía con creces el del tributo. Así, podríamos decir que, a nivel material, China salía perdiendo con todo este proceso, en el que además se llevaban a cabo numerosas recepciones y banquetes, y se escoltaba a los emisarios extranjeros desde su llegada hasta que partían de vuelta, todo ello costeado por las arcas de la corte china. Pero ese beneficio material era precisamente algo que también atraía al resto de países a formar parte del sistema y aceptar por tanto ser vasallos de China. Aparte de este intercambio directo de tributos y regalos, cada expedición tributaria incluía a un gran número de comerciantes del país visitante, quienes estaban autorizados a desarrollar su actividad más o menos libremente en determinadas ciudades chinas, normalmente portuarias. Y esto es lo que, más que ningún otro factor, hizo que el sistema tributario chino perdurase durante tanto tiempo, el que se convirtiese, en la práctica, en la única forma oficial de comerciar con China. Este comercio oficial tampoco era algo demasiado importante para la misma China, en cuyo sistema de valores confuciano el comercio ocupaba un lugar muy poco prioritario, pero sí era muy apetecible para sus países vecinos.

Japón dentro del sistema regional

En el caso de Japón, antes del siglo XIV se habían enviado embajadas a China en diferentes periodos, dependiendo del buen estado de las relaciones entre los gobiernos de ambos países, pero en la gran mayoría de estas embajadas el factor tributario no jugó un papel importante. Aunque el Japón de épocas tan tempranas como el siglo VII reconocía la superioridad cultural china y enviaba allí monjes que traían de vuelta todo tipo de conocimiento religioso, literario y político-burocrático, primordial para el desarrollo de la cultura japonesa, nunca aceptaron que su relación con China fuese de tipo tributario y siempre consideraron a los emperadores de ambos países como iguales, algo que escandalizaba a la corte imperial china y que incluso provocó que más de una vez por el lado chino se interrumpiesen las relaciones diplomáticas y comerciales. Incluso cuando sí se dieron algunas embajadas japonesas de tipo tributario, durante la breve dinastía Sui (581-618) y la Tang (618-907), nunca se produjo un proceso de investidura de un gobernante japonés como “rey de Japón” por parte de un emperador chino. Esta reticencia japonesa a considerarse un estado tributario o vasallo de China se acentuó aún más desde que, a partir de finales del siglo XII la clase guerrera del país se hizo con el gobierno, una diferencia fundamental respecto a países como Corea o Vietnam, donde gobernaban las élites intelectuales, mucho más dadas a aceptar la influencia e incluso la superioridad de China y su cultura. Por otro lado, cabe aclarar que la percepción de estas mismas relaciones sino-japonesas por parte de China era muy diferente a la que se tenía en el archipiélago, puesto que ellos sí consideraban los viajes de los sacerdotes japoneses a su país como misiones tributarias y, para los Ming en particular, Japón llevaba participando del sistema tributario chino desde los inicios de éste, ya en tiempos de la dinastía Han.

El príncipe Kanenaga

Así, cuando esta dinastía, la Ming, consolidó su poder en China, una de las primeras medidas que adoptó su gobierno fue la de retomar y potenciar el sistema tributario, por lo que enviaron embajadas a los países vecinos demandándoles que, a su vez, éstos respondiesen con una embajada tributaria ante la corte del emperador. Japón fue uno de los países que recibieron esta propuesta, ya en 1369, pero los emisarios chinos no llegaron a poner un pie en Kioto, siendo detenidos en la isla de Kyūshū por orden de quien controlaba este territorio en aquel momento, el príncipe Kanenaga (c.1329-1383), un hijo del emperador Go-Daigo (1288-1339) –quien ha aparecido en varios artículos anteriores. Cabe recordar que nos situamos dentro del sub-periodo Nanbokuchō y que, pese a existir desde hacía años el shōgunato Ashikaga, su poder estaba lejos de abarcar todo el país, y algunas zonas estaban controladas por la Corte Imperial del sur –como era el caso de Kyūshū. La primera embajada china tuvo una recepción muy hostil por parte de Kanenaga, no sólo arrestando a los emisarios sino incluso ejecutando a algunos de ellos.

El gobierno Ming volvió a intentarlo un año más tarde, de nuevo dirigiéndose al “rey de Japón”, y esta vez Kanenaga decidió dar una respuesta mucho más diplomática: aunque no les dejó proseguir en su camino hacia la capital, los devolvió a China colmados de regalos y acompañados de decenas de chinos que habían sido capturados por piratas japoneses. Desde ese momento y durante algo más de dos décadas, Kanenaga sería el interlocutor japonés ante los Ming, quienes le tomaron a él como rey de Japón y a la Corte Imperial del sur como la única del país.

Cuando en 1392 el shōgun Ashikaga Yoshimitsu (1358-1408) consiguió la rendición de la Corte Imperial sur y se convirtió en la principal autoridad de Japón, se mostró muy interesado por hacerse con el control de las relaciones con China; de hecho, ya les había enviado embajadas en 1374 y 1380, aunque éstas habían sido rechazadas porque los Ming sólo reconocían entonces a Kanenaga como interlocutor válido. Pero con el cambio en la situación política de Japón, la autoridad del bakufu fue por fin reconocida por China, intercambiando embajadas en 1401 y 1402, en un clima de entendimiento facilitado también por los grandes esfuerzos de Yoshimitsu por combatir a los piratas japoneses que actuaban en costas chinas, una de las condiciones que impusieron los Ming para tener relaciones con el shōgunato. En 1405 Yoshimitsu recibió formalmente el título de “rey de Japón” por parte del emperador chino, materializado en un gran sello de oro, y de esta forma el país entró definitivamente en el sistema tributario chino como un vasallo de los Ming. Esta política de Yoshimitsu despertó no pocas quejas tanto en el propio gobierno japonés como en la corte de Kioto, por creer que Japón se había humillado voluntariamente al aceptar un papel subordinado a China, cuando hasta entonces se habían considerado iguales; Yoshimitsu fue recordado de forma negativa durante siglos en Japón principalmente por este hecho, como refleja este comentario del niponólogo William Elliot Griffis escrito a finales de la década de 1870 en la provincia de Echizen, recogiendo –entendemos– una opinión generalizada:

El acto por el que, más que ningún otro, los Ashikaga se han ganado las maldiciones de la Historia fue el envío de una embajada a China en 1401, llevando regalos con los que se reconocía, en cierta medida, la autoridad de China, y aceptando a cambio el título de Nippon Ō, o Rey de Japón. Esto, que fue llevado a cabo por Ashikaga Yoshimitsu, el tercero de su dinastía, fue un insulto a la dignidad nacional por el que nunca ha sido perdonado.

Pero para el shōgun era más interesante –además de la carga de legitimidad aportada por el reconocimiento chino de su autoridad– el beneficio económico del comercio que conllevaría su nueva relación con el gobierno chino, algo que desde entonces supondría efectivamente una fuente de ingresos esencial para el bakufu.

Este sistema estuvo funcionando durante casi un siglo y medio, hasta que en 1549 regresó a Japón la decimoséptima y última embajada, participando en estos viajes un total de 84 barcos; se trata de cifras que pueden parecer bajas, pero el benficio económico de este comercio –sobre todo para Japón– fue enorme, un comercio además caracterizado principalmente por ser de productos de lujo. Aunque en un principio, en tiempos de Yoshimitsu, el shōgunato tenía el monopolio absoluto sobre el comercio, con el paso de los años los viajes empezaron a estar co-patrocinados por otros actores, como algunos poderosos templos y santuarios o algunos señores regionales, con lo que el gobierno central empezó a perder el control tanto sobre el comercio como sobre las relaciones internacionales japonesas en general. Algunas importantes familias samuráis fueron poco a poco adueñándose del comercio japonés con China, como los Ōuchi o los Hosokawa, quienes llevaron su rivalidad al continente, llegando a enfrentarse en la ciudad china de Ningpo en 1523.

Ashikaga Yoshimitsu, con los hábitos de monje budista que adoptó tras abdicar

Esta situación fue uno de los factores por los que los Ming fueron limitando cada vez más su relación comercial con Japón, aceptando desde ese momento sólo dos embajadas más, en 1540 y 1549, momento en que decidieron dar por finalizadas las relaciones oficiales entre ambos países. Obviamente, hubo más factores implicados en esta decisión de los Ming, como la inestabilidad generalizada en la política japonesa –fruto de la larga etapa de guerra civil propia del periodo Sengoku–, el resurgimiento de la piratería en las costas de China o la llegada de los portugueses a la región.

Las relaciones internacionales en Asia Oriental no se daban únicamente entre China y el resto de países, éstos también mantenían relaciones entre ellos, aunque muchas veces dentro del marco del sistema tributario sinocéntrico. En este sistema –tal y como hemos comentado anteriormente– Corea ocupaba teóricamente un lugar más alto que Japón por su mayor grado de asimilación de la cultura china y de aceptación de su posición de vasallaje respecto a este país, pero trataba a Japón como a un estado vecino que también participaba del sistema regional. Por el lado japonés el asunto se veía de una forma muy distinta, pues siempre se había considerado a Corea inferior a Japón –por motivos históricos e incluso legendarios que se remontan al siglo III–, relacionándose con ellos en algunos momentos como si se tratase de un estado tributario suyo. Las relaciones oficiales entre ambos países se habían interrumpido en el año 918, y la participación de Corea en los ataques a Japón de Kublai Khan a finales del siglo XIII tampoco ayudó a mejorar la situación, no retomándose el contacto por parte del lado coreano hasta 1367. Fue ese año cuando llegó a Japón una embajada coreana cuyo único objetivo era pedir a las autoridades japonesas que hiciesen algo para acabar con la actividad de los piratas japoneses en sus costas. Por su lado, la corte imperial rechazó dar una respuesta a los emisarios y prefirió dejar el asunto en manos del shōgunato, en parte porque se sentían ofendidos por el hecho de que Corea se estuviese dirigiendo a Japón como un igual, olvidando su –a juicio de la corte– papel inferior. El bakufu Ashikaga, con una actitud más pragmática, sí estableció desde ese momento un diálogo, a través de su delegación en Kyūshū y de algunas importantes familias samuráis, con el gobierno coreano, introduciendo además el comercio en estas relaciones, principal motivo de las mismas por el lado japonés.

En 1392, el mismo año en que en Japón terminaba el sub-periodo Nanbokuchō, en Corea accedió al poder una nueva dinastía, la Joseon (1392-1910), y el cambio supuso una intensificación del contacto entre ambos países, propiciada también por el éxito de las nuevas medidas coreanas para combatir a la piratería en sus costas. Desde ese momento y durante unas décadas, un gran número de japoneses empezó a viajar a la península coreana para comerciar. A diferencia de lo que hemos visto anteriormente que sucedía en el comercio sino-japonés, fuertemente limitado y regulado por el marco del sistema tributario chino, en este caso los actores implicados por el lado japonés eran muy numerosos y diversos, y esto era así porque el gobierno coreano sabía que el bakufu Ashikaga no era lo suficientemente poderoso como para atajar por sí solo el problema de la piratería, siendo más conveniente por tanto implicar a cualquier autoridad regional o señor local que pudiese colaborar en ello, permitiéndoles participar de los beneficios del comercio como contraprestación. Las cifras son claras al respecto, durante los siglos XV y XVI se dieron más de dos mil embajadas comerciales japonesas en Corea, y apenas cuarenta de ellas fueron enviadas por el gobierno central. Entre los diversos actores regionales implicados destacó sin duda el papel de la poderosa familia Sō, quienes controlaban la isla de Tsushima –situada estratégicamente entre la península coreana y Japón–, un clan que llegó en algunos momentos a encargarse de regular el comercio entre ambos países, convirtiéndose en el único interlocutor aceptado por el gobierno coreano y siendo necesaria una autorización suya para comerciar en Corea.

La actividad comercial entre ambos países llegó a ser tan intensa, y tan desequilibrada, que a principios del siglo XVI el gobierno coreano empezó a no poder satisfacer la demanda japonesa de algunos productos como el algodón –que llegó a escasear incluso en el mercado interno del país–, por lo que se acabó viendo obligado a intentar limitar el comercio autorizado, imponiendo todo tipo de restricciones. Este cambio en la política de los Joseon no fue bien acogido por parte de los comerciantes japoneses, quienes llegaron a protagonizar revueltas violentas en suelo coreano, lo que provocó una fuerte represión, la expulsión de todos ellos y la cancelación de las relaciones entre ambos países en 1510. Poco después los Sō consiguieron que se volviese a autorizar la actividad comercial, pero ésta fue mucho menor de lo que había sido hasta entonces y estuvo aún más exclusivamente en manos de este clan de Tsushima, continuando de esta forma hasta finales de siglo, cuando estas ya casi tímidas relaciones se interrumpieron definitivamente a causa de la política expansionista de Toyotomi Hideyoshi (1537-1598).

El tercero y último de los actores regionales con los que Japón tuvo una relación diplomática y comercial directa fue el reino de las islas Ryūkyū –actualmente territorio japonés. Este archipiélago jugó un papel muy importante en el comercio de Asia Oriental sobre todo a partir de su unificación como reino en 1429 bajo la primera dinastía Shō (1429-1469) y de la investidura de su rey por parte de los Ming, entrando el reino a formar parte del sistema tributario chino –aunque los distintos reinos previos a la unificación ya lo habían hecho a finales del siglo XIV. El auge de su actividad comercial vino dado principalmente por dos factores: primero por su localización, que les permitía hacer de intermediarios entre, por un lado, China, Japón y Corea y, por otro, lugares como Siam, Birmania, Sumatra o Java; y segundo, por la política de los Ming que restringía su propio comercio al que se llevaba a cabo dentro del sistema tributario, un comercio que, aunque muy importante y lucrativo, era insuficiente para satisfacer las demandas de la región, lo que permitía que otros actores regionales, como el reino de las Ryūkyū, pudiesen prosperar aprovechando ese hueco dejado por China.

Ya desde principios del periodo Muromachi, antes de la unificación del reino, era habitual la llegada a Japón de emisarios y comerciantes del pequeño archipiélago, pero éstos dejaron de visitar el país al empezar la Guerra Ōnin –y siguieron sin hacerlo cuando el conflicto bélico se generalizó al entrar en el periodo Sengoku. A partir de ese momento fueron comerciantes privados japoneses los que empezaron a viajar a las Ryūkyū, hasta que en 1471, ya en tiempos de la segunda dinastía Shō (1470-1879), el bakufu Ashikaga prohibió este comercio, que escapaba de su control, y estableció que sólo aquellos comerciantes autorizados podrían desarrollar su actividad. Se delegó en el clan Shimazu, de Satsuma, la emisión de dichas autorizaciones, y desde ese momento se estableció una relación de tipo tributario entre las Ryūkyū y Satsuma, que representaba –por lo menos nominalmente– a Japón. Con la llegada del siglo XVI la importancia del reino de las Ryūkyū en el comercio regional empezó a decaer, en parte a causa de la piratería, y para mitad de siglo prácticamente había desaparecido, coincidiendo –no por casualidad– con la llegada de los europeos a la región.

La piratería japonesa –y no japonesa– en Asia Oriental

Los piratas japoneses eran conocidos popularmente como wakō, la traducción al japonés del término chino wokou, que significa “bandidos japoneses”; aunque el significado literal del primer carácter es “enanos”, que era la forma despectiva en la que los chinos se referían a los japoneses. La primera aparición conocida de esta palabra china data de principios del siglo V, tallada en un monumento de piedra en Corea, y aparecen en la célebre obra Diario de Tosa, escrita en torno al año 935 por el poeta y cortesano japonés Ki no Tsurayuki (c.872-945). No fue, sin embargo, hasta principios del siglo XIII cuando su actividad se intensificó aunque fuese durante un corto periodo porque el entonces aún poderoso bakufu Kamakura tomó rápidamente medidas para mantenerlos bajo control. Pero a principios del periodo Muromachi, en parte a causa de la poca autoridad real tanto del bakufu Ashikaga como de la Corte Imperial del sur, pero también por la pobreza del comercio exterior japonés y por el hueco dejado por el abandono de los Ming de su famoso proyecto de expansión marítima, la piratería se reveló como un gran problema para la región. A quien más afectó este problema en esta oleada de ataques fue a Corea a partir de 1350, año en el que se produjeron seis grandes ataques a sus costas, dándose en los siguientes 25 años unos cinco al año de media, una cifra que crecería enormemente entre 1376 y 1384 a más de cuarenta al año. De hecho, la importancia y gravedad de la actividad de estos piratas en Corea durante estas décadas es tal que suele considerarse uno de los principales motivos tanto del reinicio de sus relaciones diplomáticas y comerciales con Japón como incluso de la caída de la dinastía Goryeo (918-1392). Para entender mejor el alcance de estos ataques vale la pena precisar que estos grupos de piratas fueron organizándose hasta acabar formando grandes flotas que podían utilizar centenares de barcos y miles de hombres, contando muchas veces incluso con unidades de caballería que podían llevar sus acciones a zonas interiores del territorio atacado. Además, no sólo se dedicaban a robar –principalmente arroz y otros cereales–, sino que en sus ataques también acostumbraban a secuestrar a personas que después eran vendidas como esclavos tanto en Japón como en otros territorios del sur de Asia Oriental.

Estela de Gwanggaeto, el monumento coreano donde aparece por primera vez la palabra wokou

Precisamente el mismo año en que cayeron los Goryeo se produjo la rendición de la Corte Imperial del sur ante el gobierno japonés, por lo que a partir de ese momento Ashikaga Yoshimitsu pudo dedicar mayores esfuerzos a combatir a los wakō, movido sobre todo por su interés –como hemos visto anteriormente– en tener buenas relaciones principalmente con China pero también con Corea, aunque nunca llegó a suprimir el problema. Por su parte, los gobiernos de estos dos países también intentaron acabar con los piratas, empleando tanto estrategias de enfrentamiento directo como conciliadoras, por ejemplo concediendo a sus líderes ventajosos privilegios comerciales, intentando así desviar su actividad al comercio regulado. La conjunción de todas estas medidas llevadas a cabo por los tres países, así como el crecimiento de las relaciones comerciales en la región, hizo que durante unas décadas la piratería dejase de ser un problema tan acuciante pese a no desaparecer por completo.

A mediados del siglo XVI se produjo una nueva oleada, esta vez centrada en las costas chinas, incluidas las de más al sur del país; entre 1440 y 1550 se habían producido sólo 25 ataques de piratas en China, una cifra que contrasta radicalmente con la de los contabilizados sólo entre 1551 y 1560: nada menos que 467. Si ya en la anterior oleada muchos de los integrantes de estas bandas de piratas no eran en realidad japoneses, pese a que en su conjunto recibiesen el nombre de wakō, en esta segunda hay un consenso generalizado en que la inmensa mayoría de ellos eran chinos, aunque solían tener sus bases en Japón por ser este un territorio más seguro para ellos a causa de la gran debilidad entonces del bakufu Ashikaga y el momento de caos generalizado del país; y además así se aprovechaban del temor que infundía la palabra wakō en toda la región desde siglos atrás. Los motivos para el resurgimiento de esta nueva piratería hay que buscarlos, además de en la ya citada incapacidad del gobierno japonés para combatirla, en la persecución de los Ming a los comerciantes privados –principalmente chinos– que desarrollaban su actividad fuera de la regulación marcada por el sistema tributario, un fenómeno especialmente común a partir de la aparición en la zona de los portugueses.

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López-Vera, Jonathan. “Japón y Asia Oriental en el siglo XVI” en HistoriaJaponesa.com, 2016.