Creo que no lo había dicho aún pero este fin de semana nos íbamos fuera, a Nara y Kioto, lo que suena genial y es incluso mejor todavía. Así que por la mañana, bien pronto, nos hemos puesto en movimiento; dos horas de tren desde Ise a Nara que he aprovechado para empezar a preparar una conferencia que haré el mes que viene y de la que os hablaré dentro de muy poco. Trabajar en los trenes me gusta bastante, pero trabajar en los aviones no, es curioso, quizá porque en el tren puedes ir mirando por la ventana y oxigenarte un poco, no sé. El paisaje era bastante interesante en algunos momentos, con montañas rodeadas de una espesa niebla, aunque el cielo amenazaba lluvia, y eso ya no era tan interesante, la verdad.

La mañana y primeras horas de la tarde las dedicaríamos a Nara, la antigua aunque poco longeva capital –del 710 al 794, dándole nombre a ese periodo–, una ciudad en la que no había estado antes y que tenía muchas ganas de visitar. De su papel como capital poco queda actualmente, pero de su papel como casi centro del Budismo en el país sí que continúa quedando constancia. Nuestra agenda era tan apretada como de costumbre, pero aún y así, hemos tenido tiempo para hacer lo más importante que hay que hacer en esta ciudad: ¡tocar los ciervos! No, en serio, sabía que había ciervos en Nara y tal, pero me ha sorprendido mucho ver que había tantos y que estaban por todos lados. En fin. La primera parada ha sido el templo Kōfuku-ji, donde, tras admirar la gran pagoda de cinco pisos, hemos visitado el Pabellón Dorado del Este, con su impresionante tríada Yakushi, un conjunto escultórico con un gran Buda en el centro y un bosatsu a cada lado, custodiados por cuatro reyes Deva y doce generales celestiales. No se podía hacer fotos en el interior, una pena. Saliendo de allí, hemos ido al Museo de los Tesoros Nacionales –donde tampoco está permitido hacer fotos… ¡ni siquiera hacer dibujos!–, un lugar que recomiendo visitar sin dudarlo. Hay muchas y diversas esculturas de distintos periodos, pero siempre de la zona de Nara, algunas gigantescas y otras más pequeñas, la más famosa es sin duda la estatua de Ashura. A mí –que no entiendo demasiado de arte– las que más me han impresionado han sido unas del periodo Muromachi, por su realismo, sobre todo por utilizar ojos de cristal. Por cierto, caminando por el exterior me he encontrado a una chica a la que no conozco pero que me sonaba de la facultad donde estudié la carrera, muy curioso.

Hemos salido entonces de los terrenos del Kōfuku-ji –entre ciervos y más ciervos– y hemos ido dando un paseo hasta el restaurante donde teníamos que ir a comer. Por el camino hemos pasado por algunos parques bastante impresionantes, como uno que incluyo en las fotos, con un pequeño lago sobre el que hay un pabellón de madera. Ya en el restaurante, hemos descansado un poco las piernas mientras degustábamos un buen bol de udon.

La siguiente visita, en medio del bosque, era un santuario, el Kasuga-taisha. Mientras caminábamos hacia allí por un sendero –rodeados de ciervos, claro– ha empezado a llover, pero por suerte no de forma excesiva, aunque sí persistente. El Kasuga data del periodo Nara, ha estado siempre asociado a la familia Fujiwara y es famoso por su gran número de lámparas, de piedra las que llevan al santuario y de bronce las que hay dentro. Hay también una sala completamente cerrada, a oscuras, iluminada sólo por algunas de estás lámparas y con las paredes cubiertas de espejo; he puesto una foto, pero no hace justicia. Nuestro guía, un sacerdote shintō que estudió en la Kogakkan, nos enseñó también algunos árboles que tienen entre ochocientos y mil años, que aparecen en algunos cuadros de principios del siglo XIV.

Al salir del santuario –bajo la lluvia… y rodeados de ciervos, claro– hemos ido caminando hasta el que quizá es el templo más famoso de la ciudad, el Tōdai-ji, y el principal motivo por el que hay que venir a Nara –sí, más incluso que los ciervos. Ha sido hasta hace pocos años el edificio de madera más grande del mundo y, pese a saberlo y haber visto muchas fotos, cuando lo he tenido delante me he quedado realmente muy impresionado. Es muy grande. Mucho. Y tiene que serlo, porque dentro está la estatua de bronce de Buda, conocida sencillamente como Daibutsu y algo más grande que el de Kamakura –y parece bastante más grande por estar bajo techo. Hay otras estatuas más dentro del edificio, también muy grandes, todo es muy grande en el Tōdai-ji. Realmente, este edificio se ha reconstruido varias veces –fue destruido, por ejemplo, durante las Guerras Genpei–, y dentro hay maquetas de las diferentes versiones a lo largo de la historia… sorprende saber que el actual es un tercio más pequeño que el original.

Desde allí hemos ido caminando hasta la estación –¿hace falta que diga que vimos más ciervos en el camino?– para tomar un tren hasta Kioto, donde hemos llegado en unos cuarenta minutos. Teníamos prevista una visita al llegar, pero la lluvia ha obligado a un cambio de planes y nos hemos ido al hotel a descansar un rato antes de salir a cenar todos juntos y darnos la noche libre para que cada uno hiciese lo que más le apeteciera.